Unos veinte años antes de que 17 estados europeos decidiesen dar
el paso más ambicioso en la historia de la Unión y adoptasen el euro
como moneda común, Mundell
escribió, a principios de los setenta, una serie de trabajos sobre
las "áreas monetarias óptimas" que acabaron constituyendo el armazón
básico de lo que sería la Eurozona.
En aquellos trabajos Mundell llegaba a la conclusión de que, en
cualquier región dentro de una zona monetaria, si se quiere mantener
un nivel de empleo, una condición básica es evitar los
"choques asimétricos",
recurriendo, por ejemplo, a una movilidad laboral real. En Europa,
la eliminación de barreras legales para el movimiento de
trabajadores creó un mercado laboral único, pero las
diferencias económicas,
lingüísticas y culturales, así como la falta de un
auténtico poder central y
coordinado, hicieron que la movilidad laboral al estilo
estadounidense resultase inalcanzable. En este aspecto, como en
muchos otros, Europa no fue capaz de evitar los "choques
asimétricos".
El resultado es que existe una moneda única, pero funcionando en
territorios con realidades muy
diferentes, y con poca posibilidad de ser equilibrados.
Esto, en un contexto de recesión
económica, con una crisis de deuda
galopante en las partes más débiles, y bajo el fuego continuo de los
mercados especulativos,
acaba desencadenando una tensión difícilmente soportable para la
moneda común.
Y la solución quirúrgica de extirpar el órgano infectado para
mantener vivo al resto del organismo, es decir, la salida de Grecia
de la zona euro, en este caso, no es considerada aceptable por los
gobernantes de la Eurozona, que temen un irreversible
efecto dominó cuyo
resultado sería, al final, la muerte del paciente. O, lo que es lo
mismo, el fin del euro, o
su transformación en algo completamente diferente, en un escenario
en el que la moneda única podría tal vez sobrevivir en los países
del norte (Alemania, Francia), con Italia y España como posibles
acompañantes, pero en el que el euro, tal y como lo conocemos hoy,
habría dejado de existir.
¿Cómo se ha llegado hasta aquí? ¿Qué se va a hacer para intentar
solucionarlo? ¿Con qué consecuencias? ¿Hay otras alternativas? ¿Qué
pasaría si se acaba el euro? ¿Vale la pena salvarlo?
Defectos de nacimiento
No son pocos los analistas que piensan que la actual crisis del
euro es consecuencia de múltiples
errores que se cometieron a la hora de crear la unión
monetaria. El argumento principal es que no se puede crear una unión
monetaria sin tener antes una unión
fiscal y también política, y que una unión monetaria sólo
es económicamente factible en el caso de que los países miembros de
la misma constituyan un área económica homogénea.
La consecuencia fundamental de estas carencias sería la
existencia de dos grupos de países
claramente diferenciados, con la consiguiente ralentización del
crecimiento económico de la Eurozona, a lo que habría que unir,
según estos expertos, los perjuicios que ha ocasionando la política
monetaria impuesta, principalmente desde el año 2001, por el
Banco Central Europeo (BCE).
Una disciplina fiscal única
entre los países miembros habría permitido alcanzar la austeridad en
el gasto público con presupuestos equilibrados y bajo endeudamiento
soberano, pero las diferencias
entre los países periféricos (Grecia, España, Italia, Portugal,
Irlanda) y el núcleo duro de la UE (Alemania, Francia), en vez de
disminuir, aumentaron, lo que ha acabado poniendo en peligro el
proyecto de la moneda única.
Por otra parte, los pactos de
estabilidad y crecimiento, vitales para apuntalar el euro
como moneda con futuro, no se aplicaron con la suficiente firmeza:
Alemania, por ejemplo, incumplió desde el principio los criterios
para mantenerse en la zona euro. Eso sin contar con que
Grecia mintió para entrar
en la Eurozona, ya que en realidad no estaba preparada para su
ingreso en la unión monetaria (cuando Yorgos Papandreu ganó las
elecciones desveló un déficit del 12,7% del PIB, frente al 3% que
esgrimía el anterior gobierno).
La herida se abre
A pesar de estos problemas de fondo, el euro se presentó desde un
principio como una moneda firme y
estable. Esto hizo que los inversores no se preocupasen
excesivamente por la inflación cuando compraron bonos de países de
la Eurozona y, como resultado, Grecia fue capaz de emitir bonos a
tasas de interés más bajas de lo que hubiera sido capaz
antes de adoptar el euro. En parte debido a que podía pedir dinero
prestado más barato, Atenas disparó
sus gastos.
El gasto desorbitado es, al menos, una de las interpretaciones de
las causas del déficit griego.
Otra lo relaciona más con las decisiones del anterior gobierno
conservador heleno de no aplicar
políticas fiscales más duras,
y destaca que el problema del déficit se basa más en la falta de
ingresos al Estado (impuestos), que en un gasto público capaz de
generar inversión y de impulsar la actividad económica y el empleo.
Sea como fuere, el caso griego es el más extremo, pero no el
único. La mayoría de los países de la UE navegaron durante años en
un supuesto mar de aguas tranquilas que, con el estallido de la
crisis económica global, resultó ser
un espejismo. El gasto sin
control, la cultura de
endeudamiento y los créditos baratos que engrosaban las
arcas de los bancos y el supuesto bienestar de sus clientes, la
demonización de los impuestos, y, en el caso de España, situaciones
como la burbuja inmobiliaria,
acabaron dando sus frutos.
La actividad económica cayó, las arcas públicas se vaciaron y los
Estados se vieron obligados
recurrir a la deuda para hacer frente a su déficit,
incluyendo el coste de tener que
rescatar con dinero del contribuyente a entidades bancarias
que corrían, y aún corren, el riesgo de hundirse.
Y es en este contexto cuando llega el
pánico de las bolsas (a
menudo, irracional, ya que la deuda pública de la Eurozona en
conjunto no es tan grande, comparada con la de otros países ricos,
como Estados Unidos o Japón) y los
envites de los especuladores.
Desde principios del año pasado, los países de la zona euro han
sufrido un problema de confianza
sin precedentes, con ataques especulativos sobre los bonos públicos
de varios de sus miembros, turbulencias en sus mercados financieros
y bursátiles, y una caída del valor cambiario de la moneda única con
respecto al dólar, en un ambiente
de incertidumbre y dificultad por alcanzar un acuerdo
colectivo que muchos analistas no dudan en calificar de lentitud
exasperante.
No hay que olvidar que los mercados financieros ganan fuerza
presionando al euro y especulando sobre el fin de la moneda (o su
disolución parcial) porque saben que la alternativa para muchos
países (mantenerse en la Eurozona a costa de exigir grandes
sacrificios a sus ciudadanos), es muy difícil y conlleva grandes
costos políticos.
La primera víctima propiciatoria de esta crisis fue la propia
Grecia, y de su salvación depende ahora, en buena medida, la
salvación del euro mismo. Tras innumerables intentos fallidos,
rescates realizados y aún por definir,
draconianas medidas de austeridad
y aplazamientos, los líderes europeos decidieron finalmente
esta semana en Bruselas (bien podría haber sido en
las Termópilas) entrar a quirófano, no para extirpar, sino, como
dijo el líder parlamentario alemán del opositor Partido
Socialdemócrata, Frank Walter Steinmeier, para "operar a corazón
abierto".
A corazón abierto
La operación acordada el pasado miércoles tras horas de
negociaciones es una apuesta clara por la
continuidad de la moneda única
y un intento de inyectar confianza
en los mercados que, al menos de momento, parece haber dado cierto
resultado (las bolsas de medio mundo se desbocaron al día
siguiente). Eso sí, costará una fortuna, tendrá consecuencias para
los ciudadanos y, según muchos analistas, puede que solo sirva para
ganar tiempo (lo que no es
poco), antes de que el marcapasos vuelva a fallar.
Para empezar, y a modo de cortafuegos para frenar la extensión
del pánico a importantes países vulnerables pero todavía solventes
(especialmente Italia, el país de la Eurozona con la segunda mayor
carga de deuda, después de Grecia, y a España), el refuerzo de la
capacidad de préstamo del Fondo
Europeo de Estabilidad Financiera (FEEF) pasará de 440.000
millones de euros a un billón de
euros.
La cifra es redonda, pero aún no está del todo claro
de dónde va a salir todo ese
dinero. De momento se barajan dos opciones principales:
Ofrecer un seguro para los compradores de deuda, lo que haría los
bonos más atractivos y
bajaría los intereses a pagar, y establecer un instrumento de
inversión especial en el que podrían participar grandes
operadores privados y públicos,
incluyendo países emergentes como China, lo que no deja de tener su
coste político, dejando a un lado incluso el hecho de que el déficit
en derechos humanos deje de ser un problema cuando se trata de
solucionar el déficit económico.
La segunda pata del banco es
reducir la deuda griega a la mitad. La llamada "quita"
(renuncia de los acreedores a parte de lo que se les debe) supone,
al menos, acabar con la falsa ilusión de que Atenas podría acabar
pagando todo lo que debe a base de ajustes y austeridad, pero
algunos analistas la ven insuficiente: El último informe de la
troika supervisora (UE, BCE y FMI) indica que el país heleno
necesita una quita del 60%
para que sus finanzas sean sostenibles.
El objetivo es que la deuda griega se reduzca hasta el
120% del PIB en 2020,
aunque las previsiones apuntan a que la deuda ascenderá al
172,7% del PIB este año.
La quita, además, es, en principio, voluntaria, por lo que el deudor
(Grecia) deberá negociar con los acreedores (bancos) la forma en que
estos renuncian a su parte. Y
tampoco es gratis. Aún está por ver las exigencias que
deberá cumplir Atenas.
La quita de la deuda griega encontró una gran
oposición de Francia,
cuyos bancos se encuentran entre los principales acreedores del país
heleno. En este sentido, un problema puede ser que, en función de
los bonos soberanos que tengan, los bancos sufran pérdidas tales que
acaben siendo necesarios nuevos
rescates.
La tercera gran decisión, por último, fue un compromiso de
recapitalización de la banca
europea con 106.000 millones de euros, lo que implica elevar las
exigencias de capital de máxima calidad de las instituciones
financieras hasta el 9% antes de julio de 2012. Esto significa que
los bancos tendrán que conseguir esa cantidad de dinero
(captándolo en los mercados) en ese plazo de tiempo.
Los bancos (y especialmente la banca española, a la que, dado su
tamaño respecto a la economía nacional y su peso en Europa, le toca
hacerse con unos 26.000 millones, 17.000 millones restando los bonos
convertibles) tendrán que esforzarse en
conseguir financiación por ellos
mismos, lo que puede traducirse en
menos margen para conceder créditos
a los consumidores, un grifo que ya está, de por sí, bastante
cerrado. El peligro es que se
ralentice más aún la actividad económica, al tener las
empresas y las familias más problemas para financiar sus gastos.
¿Y el Banco Central Europeo?
En Bruselas tienen claro que el BCE no es la Reserva Federal de
EE UU, pero algunos expertos creen que lo que de verdad marcaría una
diferencia es la implicación
explícita del Banco Central Europeo como prestamista, y
recuerdan que, en tanto ente emisor del euro, el BCE podría inyectar
en el mercado cantidades ilimitadas.
El problema es que la idea de un banco central financiando de
forma indirecta a los gobiernos despierta temores de que
se dispare la inflación,
especialmente en Alemania,
donde aún no se ha superado del todo
el trauma de la crisis de los años 20, cuando para solucionar
los problemas económicos tras la derrota en la Primera Guerra
Mundial, el gobierno recurrió al viejo truco de imprimir dinero, y
una barra de pan llegó a costar 1 billón de marcos. No en vano, una
de las condiciones que impuso
Helmut Kohl para aceptar el euro fue que el Banco Central
Europeo no solo tuviese su sede en Alemania, sino que, al igual que
el Bundesbank, adoptase como principal misión
contener la inflación.
En cualquier caso, el BCE sí interviene, pero de un modo más
indirecto, comprando deuda de los Estados en los
mercados secundarios.
Un cirujano jefe
Además de las medidas mencionadas, la Comisión Europea presentará
en las próximas semanas un plan de refuerzo del gobierno económico
europeo que convertirá al actual comisario de Asuntos Económicos,
Olli Rehn, en comisario
especializado en el euro, una figura que controlará las decisiones
de los socios de la moneda única y asumirá la coordinación de las
políticas de vigilancia de presupuestos prevista en la serie de seis
medidas de gobierno económico propuesta hace más de un año por
Bruselas y a la que ahora se quiere dar nueva forma.
"Míster Euro", como ya
le ha apodado la eurodiputada liberal holandesa Corien Wortmann-Kool
será, además, un nuevo vicepresidente de la Comisión Europea (el
séptimo).
Una vacuna con condiciones
El presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso,
confirmó el mes pasado ante el pleno del Parlamento Europeo que
propondrá una serie de opciones para la creación de los llamados
eurobonos (emitir
deuda común europea en
lugar de títulos nacionales), pero advirtió de que "no serán la
panacea".
Algunos gobiernos europeos, incluido el español, ven en la
emisión de estos eurobonos una posible salida a la grave crisis de
deuda, que ha elevado la prima de riesgo de los países periféricos a
máximos históricos. Alemania, sin embargo, ha manifestado en
múltiples ocasiones su rechazo
a la creación de títulos de deuda comunitarios.
Los eurobonos supondrían que países con una situación financiera
tan diferente como Grecia y Alemania equiparasen el precio y las
condiciones de su deuda al presentarla en bloque y de forma
homogénea ante los inversores. Así, los países en apuros
reforzarían su confianza
en detrimento de las economías consideradas a la cabeza de Europa.
Muchos defensores de los eurobonos creen que hasta que Alemania,
la 'locomotora' de Europa, no avale la deuda de todos los miembros
de la eurozona, la unión monetaria
seguirá de crisis en crisis, ya que los inversores y
acreedores siempre querrán que los más endeudados paguen un interés
mayor cuando emiten títulos públicos. El BCE puede reducir
temporalmente este interés comprando deuda de los Estados, como ha
hecho con España e Italia, pero no es una solución permanente.
Alemania, sin embargo, no está dispuesta a que se emitan bonos
conjuntos, mientras los estados tengan total libertad fiscal y
puedan recaudar impuestos y gastar como quieran. La solución, por
tanto, sería una política de
impuestos y gasto común, fijada en Bruselas.
Eutanasia
En medio de todas las voces que ofrecen distintos modos de salvar
al euro, son también cada vez más quienes piensan que quizá lo más
conveniente sea, simplemente,
dejarlo morir. La opción es un auténtico tabú para la UE,
que ni siquiera se plantea la posibilidad, pero algunos analistas,
críticos con la política de la Eurozona, o simplemente
euroescépticos, lo consideran la única alternativa viable, ya sea de
forma parcial (dejando que Grecia abandone la moneda única), o
total.
En el caso de Grecia, Atenas podría declararse en
suspensión de pagos ('default')
y abandonar el euro para así poder devaluar el dracma de cara a
ganar competitividad y reducir la deuda. Esta idea está inspirada en
el
'corralito' argentino de 2001, y conllevaría un
bloqueo de depósitos para
evitar la fuga de capitales hacia otros países más seguros, la
conversión de todas las cuentas bancarias a la nueva moneda, y su
devaluación. La idea es
provocar un ajuste brutal y rápido, evitando entrar en una depresión
económica prolongada y, al igual que en Argentina, volver a crecer
en poco tiempo de manera más acelerada.
Tras la hipotética salida de Grecia, otros países periféricos
podrían verse tentados a volver a
sus monedas propias, lo que no solo conllevaría el riesgo
de generar (aún más) una Europa de
dos velocidades, sino que, según los análisis más
alarmistas, causaría el colapso del sistema financiero y dispararía
las primas de riesgo, poniendo la economía "al ralentí" y afectando
a todos los mercados, incluyendo los de Asia y Estados Unidos.
Otros expertos, sin embargo, no solo rechazan este escenario,
sino que
van aún más allá en el planteamiento contrario. El economista
estadounidense
Mark Weisbrot, por ejemplo, niega que la desaparición del euro,
o de la Eurozona, suponga el fin de la Unión Europea, recordando que
se trata de conceptos diferentes:
"Dinamarca, Suecia y el Reino Unido, por ejemplo, son parte de la
UE, pero no de la unión monetaria. No hay razón para que no pueda
avanzar el proyecto europeo, y prosperar la UE, sin el euro",
indica. Y añade: "Las economías más débiles de la zona euro -Grecia,
Portugal, Irlanda y España- se enfrentan ya a una perspectiva de
años de castigo económico,
incluyendo niveles extremadamente elevados de desempleo. Puesto que
la clave de todo este suplicio autoinfligido consiste en salvar el
euro, vale la pena preguntarse si vale la pena salvar el euro. Y
vale la pena hacerse esta pregunta desde el punto de vista de la
mayoría de europeos que trabajan
para vivir".
En este sentido, Weisbrot y otros destacan el
"carácter conservador" de
la unión monetaria y denuncian que, en vez de intentar salir de la
recesión por medio de estímulos fiscales o
monetarios, como hicieron la mayoría de los gobiernos del mundo
golpeados por la crisis en 2009, los países europeos más castigados
se ven forzados por Bruselas a hacer lo contrario, con un
enorme coste social.
"La naturaleza derechista de la unión monetaria quedó
institucionalizada desde el principio. Las normas que limitan la
deuda pública al 60% del PIB y los déficits presupuestarios anuales
al 3% del PIB, aunque violados en la práctica, resultan
innecesariamente restrictivos en tiempos de recesión y
elevado desempleo. El mandato del Banco Central Europeo de
preocuparse sólo por la inflación y
nada por el desempleo es otro feo indicador. La Reserva
Federal estadouniense, por ejemplo, es una institución conservadora,
pero por lo menos la ley le exige que se preocupe tanto del empleo
como de la inflación", afirma Weisbrot.