Es el país que mejor funciona de Europa. Crece, no tiene paro, su
deuda es mínima y está en cabeza de las clasificaciones sobre
desarrollo humano. Es una sociedad que ha reconciliado el
individualismo de sus habitantes con una idea de proyecto en común.
Y ha triunfado. El petróleo ha hecho el resto. El atentado del mes
de julio indica que la integración de la inmigración es su
asignatura pendiente. Así es la potencia más silenciosa.
Sencilla en su complejidad como ocurre siempre en la arquitectura
nórdica; alzada sobre el mar; inmersa en un inmaculado parque de
adoquines sembrado de violetas en el que cuando surge un despistado
rayo de sol brota una marea de bebés y pensionistas en atuendo
deportivo; con nueve siglos de historia, la catedral luterana de
Stavanger, en la costa suroeste de Noruega, está considerada la más
antigua del país. Su interior, mudo, pulcro, sobrio, sin imágenes,
en el que las viejas tablas del suelo crujen bajo los pasos de los
fieles, es el mejor reflejo del frugal estilo escandinavo de
interpretar la vida, donde el lujo y el alarde son un pecado cívico
y moral. El negro y el gris son los colores de este país: de su
cielo gran parte del año; del salvaje mar del Norte; de la discreta
ropa de su gente; de las rancheras suecas y alemanas; de las
calles de Oslo. El negro y el gris mimetizan a los noruegos con su
entorno, los uniformizan y hacen que sea difícil detectar la
diferencia de clases. "No pienses que eres especial", rezaba la
filosofía igualitarista del país.
Este centenario templo de Stavanger encierra otra metáfora del
alma de Noruega. No tiene rígidos bancos corridos de madera como en
las iglesias católicas donde los devotos se amontonan codo con codo.
Aquí cada fiel ocupa una amplia e idéntica silla individual de
asiento mullido con un pequeño espacio para que descanse el
breviario sin molestar al vecino. Cada silla es una isla. No hay
contacto físico entre los devotos. Si la vista desciende un poco, se
percibe que todas están unidas con abrazaderas metálicas. Cada silla
ocupa su propio espacio, pero es imposible separarla de su fila.
Juntos, pero no revueltos. Así son los noruegos. Un pueblo que,
más allá de la riqueza que le proporciona el mar, sus bosques y el
petróleo, ha basado su éxito económico y social en reconciliar su
individualismo, herencia de un pasado de pescadores y campesinos
aislados en cabañas de madera y en contacto íntimo con una
naturaleza bella y dura; pobres, libres, puritanos y
autosuficientes, con el extremo opuesto: con un profundo sentido
comunitario que apuesta por el bien de todos, la igualdad, la
solidaridad y, sobre todo, la confianza en el Estado niñera,
que se ocupa sin grietas aparentes del bienestar de sus ciudadanos a
través de las más generosas y antidiscriminatorias prestaciones
sociales del planeta. Al tiempo, regula extensas parcelas de la vida
de los noruegos (su educación, salud, pensiones, relaciones
laborales y distribución de la riqueza) sin que a nadie parezca
molestarle.
En Noruega, el servicio militar es obligatorio, y el 95%
de las escuelas, públicas. El IVA alcanza el 25%. El petróleo es de
propiedad estatal. Y los buenos estudiantes reciben generosos
préstamos del Estado para matricularse en las mejores universidades
del mundo. El Estado controla hasta el consumo de alcohol, cuyo
monopolio ostenta a través de la red de tiendas Vinmonopolet, únicos
comercios en Noruega donde se pueden comprar licores de más de 4,75
grados a un precio hasta tres veces más caro que en España. Una de
las aficiones favoritas de los noruegos es saquear de bebidas
alcohólicas y cartones de cigarrillos los anaqueles de las tiendas
libres de impuestos de los aeropuertos en cuanto salen de su país.
Una botella de whisky es un regalo siempre bien recibido en un hogar
noruego. Sus anfitriones le acogerán descalzos, risueños, rodeados
de niños, con una tarta casera y expresándose en un inglés perfecto.
Al mismo tiempo que el sueño igualitario del Estado de bienestar,
acuñado tras la II Guerra Mundial y que ha estructurado desde
entonces la convivencia en Europa (con partidos democristianos o
socialdemócratas en el poder) se pone en cuestión ante el avance del
neoliberalismo y por la crisis financiera, Noruega, una de las
inventoras del sistema del bienestar, lucha por continuar en
esa dirección; está en su ADN; navega por libre, como hace mil años,
cuando sus antepasados vikingos se lanzaban al mar a tumba abierta
en sus drakkar hacia Reino Unido, América (aún sin
descubrir) y Bizancio. Noruega no ceja. Representa una
equilibrada mezcla de capitalismo y colectivismo. De mercado y
planificación, idealismo y realismo, neutralidad y afán de
influencia, ingenuidad y estrategia. La cuestión es dar para
recibir. "Soy generoso con mis impuestos porque el Estado es
generoso conmigo". Un contrato entre la comunidad y el individuo que
dura hasta la muerte. "Somos ciudadanos libres e iguales en la misma
dirección", me dirá un sindicalista. En Noruega tiene más
responsabilidad el que más tiene. Y no es difícil saber quién es. La
información sobre los ingresos de cada ciudadano es pública a través
de Internet.
Noruega camina discreta y sin aspavientos por esa tercera vía
que le ha convertido en una potencia silenciosa; un próspero
Estado ni emergente ni emergido que ocupa desde hace 30 años la
primera posición en el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones
Unidas. Sus niveles de desempleo son anecdóticos; su renta por
habitante, la mayor del planeta; su crecimiento, tras tres
ejercicios titubeantes, se acercará este año al 3%; su deuda
soberana es la más sólida del planeta, y tiene una completa paridad
de género por ley tanto en el sector público como en el privado.
Arnie Hole, directora general de Infancia, Igualdad e Inclusión
Social, nos confirma que su ministerio tiene un presupuesto de 5.000
millones de euros (mil euros por habitante) "más que la suma de los
ministerios de Pesca, Agricultura y Cultura juntos". El Estado de
bienestar llega hasta el diseño y la arquitectura, que, según regula
el Gobierno, debe "elegir soluciones ecológicas y energéticamente
sostenibles, ser de buena calidad, promovida por el conocimiento y
la competencia y visible internacionalmente". El Estado se reserva
el papel de "salvaguardar el entorno cultural y velar por la
herencia arquitectónica". Es una declaración de principios. Cuando
pregunto a Andreas Vaa Bermann, arquitecto y director de la
Fundación para la Promoción de la Arquitectura Nórdica, cuál es el
objetivo del diseño en este país, contesta como un relámpago:
"Mejorar la vida de la gente".
Noruega no se parece a nada; tampoco al resto de los
Estados nórdicos, bajo cuyo yugo transcurrió parte de su historia.
Los noruegos aún arrastran cierto complejo de inferioridad hacia sus
vecinos. Aliviado en las últimas décadas por el bálsamo de los
petrodólares. Hasta los años setenta, Noruega era el hermanito
pequeño de Escandinavia. Unos campesinos aislados. "Lo que más
deseaba un noruego era tener un Volvo con un chófer sueco", explica
una profesora de la capital. "En parte lo hemos logrado; todos los
camareros de Oslo son suecos; cobran más que en su país (no menos de
2.000 euros), y son más mundanos que nosotros".
Los noruegos no fueron tan cosmopolitas como los daneses ni
tuvieron la tradición industrial y militar de los suecos; no
tuvieron colonias ni participaron en guerras. En torno a esas
pacíficas señas de identidad, Noruega iría acuñando una marcapaís
de Estado frío, fiable y eficaz. Gracias a esa imagen ha
conseguido una influencia internacional superior a su peso real.
Noruega se ha convertido en el donante más generoso en cooperación
internacional y un eficaz actor en la resolución de conflictos
internacionales, como ocurrió en 1993 con los Acuerdos de Oslo,
entre Arafat y Rabin con Bill Clinton de testigo, que se negociaron
en secreto en la sede del FAFO, un think tank
socialdemócrata. O, más recientemente, con la ex primera ministra
laborista Gro Harlem Brundtland, muy activa en el proceso de paz del
País Vasco.
Noruega ha seguido siempre su camino. En los mismos días en que
estallaban los totalitarismos en Europa a comienzos del siglo XX,
abolía la pena de muerte y se convertía en la sede del Nobel de la
Paz. El primer rey del nuevo Estado, Haakon VII, exigió antes de
ocupar el trono un referéndum para que el pueblo dijera si le
quería; ganó; cuando tuvo que nombrar en los años veinte un primer
ministro de izquierdas, profirió una frase que su pueblo recuerda
con orgullo: "Soy también el rey de los comunistas".
El mar se convirtió pronto en su motor industrial gracias a la
pesca y el transporte marítimo, unido a la generación de
electricidad debido al gran caudal de agua dulce del país. Los
noruegos se especializaron en diseñar barcos capaces de afrontar las
peores condiciones y en la construcción de obras públicas. Viajar
por la irregular y bellísima geografía del país supone atravesar
decenas de estilizados puentes inmersos en la naturaleza, túneles
interminables y navegar en sofisticados ferries sólidos como
rompehielos. Ese dominio de la ingeniería le resultaría esencial
cuando descubriera petróleo como embrión para desarrollar una
industria nacional y no echarse en los brazos de las
multinacionales. Hoy, Noruega, además de crudo, exporta
conocimiento e innovación.
Su camino ha sido diferente al del resto de los países
nórdicos. Para empezar, los noruegos optaron en dos referendos, en
los años setenta y noventa, por dar la espalda a la Unión Europea (a
la que sí pertenecen Finlandia, Suecia y Dinamarca). Ellos dicen que
fue para salvaguardar sus cuotas de pesca y agricultura; lo que
realmente querían defender era una soberanía nacional que no habían
conseguido hasta zafarse en 1905 de Suecia en un pulso que ganaron
sin pegar un tiro. Noruega es un pueblo viejo, pero un Estado joven.
Empapado de romanticismo nacionalista. Celoso de sus tradiciones. A
la primera de cambio, sus habitantes se lanzan a la calle ataviados
con trajes regionales y la bandera nacional ondeando en la mano.
Dentro de esa línea de reafirmación nacional, los noruegos han
defendido con ardor su modelo de sociedad frente a las instituciones
europeas. Están, pero no están. No son miembros de la Unión Europea,
pero forman parte del Espacio Económico Europeo. Han vuelto a poner
en valor su particular visión de la sociedad y ese camino les ha
mantenido a salvo de la recesión y los estertores del Estado de
bienestar. La riqueza petrolera que engrasa toda la economía del
país les hace reafirmarse en esa tercera vía; les proporciona
200.000 empleos y la mitad de sus exportaciones. Y un papel global:
Noruega ya es el segundo exportador de gas y el tercero de crudo a
nivel planetario.
No quieren cambiar. No lograron hacerlo los nazis a lo largo de
una cruel invasión y administración del país durante cinco años a
través del gobierno de un noruego títere (que hoy ningún noruego
quiere recordar); ni los soviéticos, que les liberaron de Hitler
para retirar a continuación su ejército sin exigir nada a cambio.
Noruega, que tiene frontera con Rusia, fue el único Estado que
Stalin no absorbió tras ocuparlo militarmente. Sin embargo, en 1948,
un Gobierno de izquierdas anclaba la seguridad de Noruega a
Occidente ingresando en la OTAN. Demostraban que su especialidad era
navegar por aguas turbulentas. "Estar en la OTAN era una
cuestión de subsistencia como país", explica un diplomático.
"Teníamos a la URSS sobre nuestras cabezas y necesitábamos sentirnos
seguros y dedicarnos a reconstruir el país, que estaba destrozado
tras la guerra y con un 30% de desempleo. Estábamos con Estados
Unidos en la Alianza, pero al tiempo nos negábamos a que la España
de Franco entrara en la ONU. Teníamos una economía muy regulada y
dirigida por el Estado. Éramos muy rojos".
Noruega representa un modelo irrepetible de sociedad nacido del
aislamiento de una población escasa (cinco millones en un territorio
con un tamaño de más de la mitad del de España) y homogénea en raza,
cultura, religión y forma de vida (en los años setenta, un 94% de
los ciudadanos eran de origen noruego, y un 86%, de religión
protestante), cohesionada a través de un pasado de opresión por
parte de sus vecinos y con una gran riqueza en recursos naturales.
Con ese escenario uniforme y la omnipresencia del Estado, que
regulaba las relaciones laborales y se aseguraba de que antes que
una ley llegara al Parlamento hubiera consenso entre las fuerzas
políticas, el progreso no se hizo esperar. El modelo funcionó
en Noruega mucho antes de encontrar petróleo. El problema llegaría a
partir de los noventa con la avalancha de inmigrantes que iba a
desequilibrar esa eficiente sociedad monocolor. Hoy, con un 12% de
población de origen extranjero, la tradicional confianza del noruego
hacia sus vecinos se ha comenzado a agrietar; las formaciones
xenófobas, a crecer (como en el resto de países nórdicos), y el
Estado de bienestar, a sufrir conmociones que no estaban previstas.
La iglesia luterana (la oficial en este país) hizo también
su aportación a ese cóctel social que hoy se etiqueta como
modelo noruego: su sentido frugal e igualitario de la vida
inspirado en el trabajo duro y la responsabilidad. La comunidad
protestante asumía un doble papel de solidaridad y de control del
individuo. Una función que después adoptaría el Estado. La ética
del trabajo tiene mucho que ver con el milagro noruego.
Sus habitantes son profundamente competitivos, trabajan desde
jóvenes y vuelan pronto del hogar paterno; a cambio, saben que
cuentan con el colchón del Estado si vienen mal dadas. Los
noruegos se necesitan. Todos deben trabajar. Todos tienen que ganar
mucho dinero, pagar muchos impuestos y gastar mucho (en un país
donde una cerveza cuesta diez euros). El pleno empleo es la espina
dorsal del modelo. Trabajas y pagas impuestos para costear la
educación de los jóvenes y las pensiones de los viejos, al igual que
esos viejos financiaron con sus impuestos tu educación y esos
jóvenes pagarán tus pensiones en el futuro. El sistema se basa en el
empleo y la confianza. Los noruegos se consideran ciudadanos iguales
que marchan en la misma dirección. Sin distinción entre hombres y
mujeres. Todos deben trabajar desde jóvenes: hombres, mujeres e
inmigrantes. Ganar lo mismo. Y pagar impuestos. Lo confirma la
directora general de Igualdad, Arnie Hole: "La igualdad tiene un
componente moral, pero el principal motivo es económico. Una
economía moderna y competitiva necesita las mejores cabezas y manos
sin mirar de qué raza o sexo son. No podemos permitirnos el lujo de
perder los mejores talentos. Y no se trata solo de fijar cuotas,
estas deben ir acompañadas de políticas sociales para reconciliar el
trabajo y la vida familiar. Tenemos que apoyar a las mujeres; si no,
el desafío por alcanzar las posiciones más altas de su profesión
será todavía demasiado alto para ellas y los niños no nacerán. Y los
niños deben nacer porque son una inversión de futuro. Ninguna mujer
en Noruega debe ser forzada a elegir entre su familia y su carrera.
Ese es aquí un valor básico. Hemos creado 10.000 guarderías; las
mujeres pueden coger un año de permiso maternal con el 80% del
sueldo (o 10 meses con el 100%), y los hombres, 12 semanas. Hemos
conseguido que el 80% de las mujeres trabajen y, al mismo tiempo,
que el 82% tengan hijos menores de 10 años. Ese es nuestro futuro".
A partir de esos elementos, los noruegos han construido una
sociedad donde la distancia que separa a los ricos de los pobres es
pequeña. Están convencidos de que la desigualdad es corrosiva y
corrompe a las sociedades. Algunos dicen que Noruega es el último
Estado socialista de Europa. La sede del Partido Laborista,
inspirador del modelo noruego desde los años treinta, en el
número 2 de la Youngstorget de Oslo, parece confirmarlo con su
estilo arquitectónico limítrofe con el realismo soviético. Como en
Noruega casi todo encierra una paradoja, en el entorno de la
simbólica sede de la izquierda noruega se da cita la juventud
dorada noruega en los restaurantes de moda.
¿Es Noruega el último Estado socialista de Europa? Ante la
pregunta, el ministro de Finanzas, el laborista Sigbjørn Johnsen,
sonríe y pasa a otro tema. Al final de la entrevista, su director de
comunicación pone las cosas en su sitio con gesto helado:
"Socialistas, sí, pero democráticos".
Recorriendo los pasillos art nouveau del edificio
del Gobierno hasta llegar a la oficina de Johnsen, las ventanas del
ministerio aparecen rotas y cubiertas por placas de contrachapado.
Las puertas están fuera de sus marcos. La del despacho del ministro
tiene un boquete en el centro. Todo el barrio gubernamental se
encuentra en las mismas condiciones. Cercado y en obras. Atravesado
por andamios. Estamos en la zona cero de Oslo. Los destrozos
son resultado de la bomba colocada por el ultraderechista Anders
Breivik el pasado 22 de julio; a consecuencia de la explosión,
fallecieron ocho personas; a continuación, Breivik acabó a tiros con
la vida de 69 jóvenes simpatizantes del Partido Laborista en la isla
de Utøya. Suponía la mayor conmoción sufrida por este país desde la
II Guerra Mundial. Hoy, sin embargo, los ciudadanos parecen
decididos a olvidar la tragedia; algunos claveles marchitos sujetos
a las vallas son el único rastro de aquellos terribles días de
julio. Los noruegos están decididos a no variar su estilo de vida.
En el barrio, la presencia policial es mínima y es posible acceder a
algunos edificios oficiales sin pasar por un arco de seguridad. Se
pueden pasar días en Oslo sin cruzarse con un policía. El ministro
de Finanzas conjura la tragedia terrorista afirmando que los
cimientos de la sociedad noruega siguen siendo el diálogo y el
consenso. "Nadie va a acabar con eso. No vamos a cambiar. No vamos a
quedarnos en casa. Ha sido un hecho terrible, pero aislado". Es la
misma respuesta orgullosa que darán la mayoría de los noruegos a los
que interrogo sobre las consecuencias del atentado del
ultraderechista Breivik: "¡No vamos a cambiar!". Si se le pregunta
al ministro si lleva escolta, responde con un guiño: "A veces sí y a
veces no...".
Hasta el 23 de diciembre de 1969 Noruega creció gracias al sudor
de sus ciudadanos. Ese día encontraron petróleo. Nadie lo esperaba.
Lo llamaron "El regalo de Navidad del 69". Dos años más tarde
comenzaba la producción. Los noruegos no sabían nada de petróleo.
Aprendieron. La gestión de su riqueza petrolera es considerada un
éxito económico y social. En tres décadas, Noruega se ha convertido
en un país petrolero que da empleo a 200.000 personas, con una
tecnología avanzada y que opera en cuarenta países del mundo. En
Noruega, la riqueza del oro negro ha alcanzado a toda la sociedad.
Lo confirma el sociólogo Jon Eric Dolvik: "Integrar en la economía
doméstica noruega la economía del petróleo; lograr que repercutiera
positivamente en la gente corriente y, al tiempo, fuera un negocio
global, ha sido para nosotros un logro brutal; el petróleo se ha
convertido en una gran fuerza productiva, en una bendición".
El objetivo del Estado noruego ha sido obtener el máximo valor
económico del sector en su conjunto en comparación con lo que podría
obtener por la simple venta del gas y el petróleo. Nada más
descubrir crudo, el Gobierno noruego redactó los diez
mandamientos del sector, que decían que el petróleo era
propiedad de los noruegos; que el Gobierno tendría el control y la
gestión de las operaciones; que el país necesitaba crear una
industria propia; que el sector debía ser respetuoso con el medio
ambiente y que ese descubrimiento debía proporcionar a Noruega un
papel eminente en política exterior. Los mandamientos se han
cumplido.
Noruega podía haberse convertido en un Estado holgazán, corrupto
y opaco que sobornara a sus ciudadanos con bajos impuestos para
comprar su silencio ante el despilfarro, el nepotismo y la falta de
transparencia estatales en la gestión de los ingresos del oro negro,
como había ocurrido en otros países productores, como las monarquías
del Golfo, Irán, el Irak de Sadam, la Libia de Gadafi, la Venezuela
de Chávez o la Rusia de Putin. Noruega eligió su camino. En cuanto
los petrodólares comenzaron a fluir a finales de los ochenta,
un Gobierno laborista creó el Fondo Gubernamental de Pensiones (más
conocido como Fondo del Petróleo), donde serían depositados los
ingresos y beneficios públicos del petróleo para ser invertidos en
los mercados de todo el mundo (según un riguroso esquema ético de
inversiones que proscribe a las empresas tabaqueras, nucleares,
armamentistas y que emplean a población infantil). Con los
beneficios del fondo se pagarían las pensiones de los noruegos
cuando el petróleo dejara de fluir. Solo un 4% de los beneficios
podría ir cada año a las arcas públicas para equilibrar el
presupuesto del Estado. El resto, a la hucha común pensando
en el Estado de bienestar de las generaciones venideras. "Eso es
sostenibilidad real", afirma un alto funcionario.
El edificio del Banco de Noruega, el envoltorio de hormigón y
cristal que aloja el Fondo del Petróleo, es el más bunkerizado
de este país. Enfrente se encuentra el restaurante en el que
trabajaba de camarera Mette-Marit Tjessem antes de convertirse en
princesa. Para acceder al Fondo del Petróleo hay que atravesar un
estrecho control de armas a través de una sofisticada y
claustrofóbica cápsula; en una sala de contratación con el aire
frenético de Wall Street, Dag Dyrdal, director de Estrategia,
explica que el noruego es el primer fondo de pensiones público del
mundo con 400.000 millones de euros en activos; tiene inversiones en
10.000 compañías y oficinas en Nueva York, Shanghái, Londres y
Singapur. "Somos transparentes, fiables y miramos el mundo a largo
plazo. Este fondo es el resultado de una sociedad democrática,
abierta y responsable. Pensamos en perspectivas más largas que una
legislatura. Esto no es de un partido o de otro". Lo confirma el
ministro Johnsen: "El día que el petróleo decline, habremos sido
capaces de construir algo para reemplazarlo".
Kårstø, la mayor planta de procesamiento y distribución de gas
natural del mundo, situada en un entorno paradisiaco en la costa
oeste del país y propiedad de la empresa pública Statoil, escenifica
el poderío noruego. Un ingeniero de la compañía disfruta
mostrándonos una bruñida tubería de un metro de diámetro que
transporta gas a 12 millones de hogares en Alemania. "Ellos nos
invadieron en la guerra y ahora nosotros les invadimos de forma
pacífica. Somos un socio fiable, un país estable; todos quieren
nuestro gas; compárenos con la rusa Gazprom o la argelina
Sonatrach...".
Noruega se hizo muy rica. Y comenzó a atraer inmigración.
Los noruegos, que habían emigrado históricamente, sobre todo a
Estados Unidos, se convirtieron de la noche a la mañana en un país
de acogida. Cuando se inició el boom del petróleo había en
Noruega un 1,3% de inmigrantes; en 2000, un 5,5%; en 2009, un 8,8%.
Este año, en torno al 13%. Primero fueron los nórdicos; luego, los
latinoamericanos; más tarde, los balcánicos y centroeuropeos. Los
últimos en llegar fueron los paquistaníes, iraquíes, somalíes y
afganos. Con sus velos, chilabas, mezquitas y tradiciones. 200.000
personas de religión musulmana viven en Noruega. Un cambio que es
evidente en el viejo barrio de Gronland, en Oslo, una ciudad en la
que el 28% de los habitantes ya son de origen extranjero. Un
shock de diversidad que nadie esperaba en este país uniforme
que está suponiendo, según el sociólogo Jon Eric Dolvik, "el mayor
reto al que nos hemos enfrentado. Necesitamos a los inmigrantes como
fuerza de trabajo porque nuestra sociedad está cada vez más
envejecida y, al mismo tiempo, aunque somos igualitaristas, nos
cuesta aceptar comportamientos distintos a los nuestros. No somos
una sociedad inclusiva; no es un problema religioso, sino cultural.
Nos gusta como somos y no queremos cambiar. Tenemos miedo; nos ha
ido muy bien y no sabemos si podremos mantener nuestro modelo
con esa nueva población. Es urgente que integremos a la segunda
generación de inmigrantes que han nacido aquí; que se formen y
consigan buenos empleos. Deben trabajar y pagar impuestos para que
continúe el Estado de bienestar. Somos interdependientes. Nos
necesitamos".
La llegada del tsunami multicultural iba a tener una
consecuencia inmediata en amplios sectores de la clase trabajadora
noruega que habían votado tradicionalmente a la izquierda: iban a
perder la confianza en el Estado. Por primera vez en su historia,
cientos de miles de ciudadanos noruegos pensaron que esos
inmigrantes que se cobijaban bajo el paraguas social noruego,
que eran albergados en viviendas públicas, recibían 1.200 euros al
mes por asistir a las clases de introducción en la lengua y
cultura noruega y otros 700 por cada hijo, que se beneficiaban de
sus guarderías, educación y sanidad, se estaban aprovechando de su
generosidad. "Hasta ese momento, los noruegos éramos solidarios. Con
la llegada de los inmigrantes, se empezó a extender la idea de que
pagábamos mucho para que se beneficiaran esos extranjeros que no
venían a trabajar, sino a vivir del cuento", explica una profesora
universitaria. El resultado fue el rápido crecimiento, a partir de
1997, del Partido del Progreso, una formación en la que se mezclan
el ultraliberalismo con el nacionalismo y la xenofobia y que comenzó
a hablar en sus mítines de "una islamización silenciosa de Noruega"
a la que "había que poner freno". El Partido del Progreso apostaba
por un modelo noruego solo para los noruegos. Una sociedad a
dos velocidades. Obtendría en las elecciones de 2009 un 23% de los
votos, convirtiéndose en la segunda formación política tras los
laboristas. La olla comenzaba a hervir. Anders Breivik, el asesino
del 22 de julio, militó en ese partido. Tras el atentado, el Partido
del Progreso perdería 10 puntos en las elecciones locales del pasado
mes de septiembre, lo que parece que anticipa su decadencia. En
cualquier caso, los líderes de opinión noruegos intentan conjurar la
inquietante sombra del Partido del Progreso resaltando con
displicencia la fortaleza del sistema noruego y resaltando que el
Partido del Progreso "es democrático, y si quiere tener expectativas
de gobernar debe estar dentro del sistema y asumir sus
responsabilidades". "No vamos a cambiar", repiten. Es su obsesión.
En Noruega se detecta incluso un alivio generalizado por que el
asesino del 22 de julio fuera un noruego y no un inmigrante
musulmán. Lo confirma un profesor en Oslo: "Dentro de la tragedia,
tenemos que agradecer al destino que el terrorista fuera alguien de
aquí y no un paquistaní de Al Qaeda. Si hubiera ocurrido eso, el
sistema noruego, que se basa en la confianza, hubiera saltado por
los aires. La sociedad se hubiera partido en dos. Al pensar que ha
sido un noruego solo, loco, aislado, y que algo así no va a volver a
pasarnos, y que, por tanto, no vamos a colocar un policía en cada
esquina, estamos poniendo a buen recaudo nuestro modelo con vistas
al futuro. Pero, lo queramos o no, la inmigración es la patata
caliente del modelo noruego. Y tendremos que
solucionarlo".
Tras rememorar la tragedia, los malos augurios se disipan
sumergiéndose en la portentosa naturaleza de Noruega. Los fiordos,
los bosques, el mar. Noruega es uno de los últimos territorios
vírgenes de Europa, dotado de una belleza salvaje, donde el hombre
ha logrado vivir en armonía con su entorno. Para el arquitecto
Kjetil Thorsen, "en el diseño nórdico, la naturaleza es la fuente de
inspiración". Thorsen es uno de los socios fundadores del estudio
Snøhetta, al que da nombre la montaña más emblemática del país y que
está en la cumbre de la arquitectura global. Kjetil proyectó la
nueva Ópera de Oslo como un enorme glaciar surgiendo del fiordo. Ya
es el edificio más emblemático de esa nueva Noruega que se enfrenta
a retos diferentes sin perder de vista la tercera vía que le
ha conducido al éxito. "Es un edificio democrático. ¿Por qué? Lo
explico: hemos logrado que la cubierta de algo tan elitista como un
palacio de la ópera sea pisada cada día por miles de
ciudadanos. No es un edificio para los amantes de la ópera; es un
edificio para todos. Ese es el modelo de país".