Yo nunca dije ante el juez que hubiera matado a nadie". Alphonse
Kenyi, que ya ha cumplido 15 años, está en la última ala de la
prisión de Juba, reservada para los condenados a muerte. Lleva entre
rejas desde octubre de 2009. Fue condenado por asesinato múltiple
cuando tan solo tenía 14 años. Le señalaron como miembro de un grupo
que iba por la ciudad matando gente, los llamados niggers.
Está en el corredor de la muerte desde octubre de 2010. Sobre él
pende la sombra de la horca.
Su historia es el reverso oscuro de un proceso ilusionante. El
pasado 9 de julio, Sudán del Sur se convirtió en un país
independiente, y la ciudad de Juba, en la capital más joven del
mundo. Tras una guerra de 22 años contra el norte, Juba es hoy una
ciudad optimista que mira al futuro. La nueva corriente de esperanza
llega hasta la prisión Central e incluso hasta el corredor de la
muerte, donde los condenados sueñan con que el nuevo Estado los
perdone.
Alphonse es el más joven de ellos. El sexto de siete hermanos y
el único que pudo ir al colegio, aunque solo durante dos años. Sus
padres, que estaban desempleados y con trabajos ocasionales, no
podían permitirse pagar la educación de sus hijos. Vivían en
Kalitok, un poblado a unos 85 kilómetros de Juba. En 2008 se
trasladaron a la capital para que el padre, enfermo, pudiera recibir
atención médica. La madre consiguió un trabajo en el Servicio de la
Vida Salvaje, y Alphonse, como muchos otros niños en Juba, se
dedicaba a recolectar botellas de plástico por la calle para
venderlas como recipientes o para su reciclaje. Pero la libertad de
moverse por las calles de Juba le duró a Alphonse solo un año: en
octubre de 2009 fue arrestado por asesinato múltiple.
"Había habido disparos y asesinatos en Nyakuron [un suburbio de
Juba], así que la policía empezó a buscar a cualquier persona con
uniformes y pistolas. Me encontraron en mi casa y vieron el uniforme
de mi madre. La policía me arrestó y me llevó a la comisaría",
explica Alphonse.
Juba, la capital de Sudán del Sur, es una ciudad en ebullición.
Destruida casi totalmente durante la guerra que acabó en 2005, hoy
abundan los sitios en obras. Torres acristaladas albergan hoteles y
bancos junto a edificios medio en ruinas. Todoterrenos con los
cristales tintados conducen a gobernantes y dignatarios
internacionales que se cruzan con vacas de largos cuernos y cabras
que buscan comida entre la basura en las calles.
La prisión está situada en el mismo centro de la ciudad. Es uno
de los pocos edificios que apenas han cambiado en los últimos 60
años. Numerosos guardas y policías armados con rifles gastados
pasean alrededor de la puerta principal, que se abre en los enormes
muros de piedra coronados con alambre. Otros se sientan en sillas de
plástico o en el suelo intentando buscar algo de sombra para huir
del calor aplastante.
Dentro de los muros, en un patio de tierra, hay varios sillones
destartalados, raídos y quemados por el sol. También aquí hay
docenas de guardas y policías que parecen no tener mucho que hacer.
Pasean lentamente secándose el sudor de la cara, se sientan en los
sillones o en el suelo, algunos lucen con desgana sus viejos rifles
AK-47. Huele a meado, e incontables moscas se posan en la piel, en
la ropa, en los rifles, en el tapizado roto y ajado de los sillones.
El oficial encargado de los menores en la prisión es Fabian
Serit. Fabian es un hombre no muy alto y de sonrisa fácil. Tiene una
cara simpática y, a pesar del calor, viene al trabajo cada día con
pantalones de traje y una camisa de manga larga. Fabian suda
constantemente y lleva un pañuelo en el bolsillo que se pasa por la
cara cada pocos minutos. Le gusta hablar y ríe constantemente.
Cuando está contando algo importante o que él considera una
confidencia, te coge del brazo y te mira fijamente con sus ojos
enrojecidos mientras baja la voz.
"Un grupo llamado niggers iba por la ciudad matando a la
gente. Fueron arrestados y torturados y la policía les obligó a que
señalaran a sus secuaces por la calle, y fue entonces cuando
denunciaron a Alphonse", dice Fabian en voz baja. Y luego se exalta:
"¡Pero él es inocente y además es un niño! Así que lo llevamos al
médico. El doctor dijo que tenía 14 años y ahora estamos intentando
cambiar oficialmente su edad para quitarle la condena a muerte". En
enero de 2010, Sudán cambió sus leyes y aumentó de 15 a 18 años la
edad mínima para que un criminal pueda ser sentenciado a la pena
capital.
Fabian y otros funcionarios de la prisión trabajan en una oficina
muy pequeña y de paredes desnudas, en la que tres mesas y unas pocas
sillas apenas dejan sitio para nada más. Todos los informes y
documentos están en papel y manuscritos en una mezcla de inglés y
árabe. Dos de los funcionarios intentan sin mucho éxito usar el
programa Microsoft Word en el único y viejo ordenador que acaba de
ser donado por la ONU. Las moscas y el calor se cuelan en la oficina
aunque aquí se puede al menos escapar del sol punzante.
Unas enormes y pesadas puertas de metal conducen al patio
interior de la cárcel y a las celdas. El patio es un espacio amplio,
con el suelo de tierra, dividido en dos partes por una verja. De
nuevo el calor, la luz, el polvo, las moscas. A la derecha de la
verja hay unos pocos árboles y un tejadillo de metal que dan algo de
sombra. Los presos se concentran allí, sentados en el suelo,
intentando huir del sol y de la luz cegadora de la mañana. Otros se
sientan junto al muro que separa el patio de las celdas a la
izquierda, donde también hay una estrecha franja de sombra. Apenas
hay movimiento, casi nadie camina y las conversaciones son en voz
baja.
El método de ejecución empleado en la cárcel es la horca. Fabian
explica que hay una fórmula para colgar a los condenados. "Te miden
y te pesan para regular la horca. Si no está bien regulada, te puede
cortar la cabeza. Si esto ocurre, los encargados de regularla son
encarcelados".
Incluyendo a Alphonse, en el corredor de la muerte hay ahora 50
condenados, todos por asesinato. En 2011, hasta la independencia en
julio, dos reclusos han sido ejecutados. El año pasado fueron ocho
en total, según cuenta Fabian. Y además de Alphonse, en esta cárcel
hay otros 46 niños que conviven con unos 1.000 reos adultos. Hay
también cinco niñas, alojadas en un edificio contiguo con las
mujeres.
La mayoría de los presos adultos, al igual que casi todos los
policías y guardias, son exguerrilleros que lucharon en la guerra
civil que enfrentó al norte y al sur de Sudán entre 1983 y 2005.
Entre los presos adultos, los delitos más comunes son el robo, el
adulterio, la violación y el asesinato. Entre los niños, los
pequeños robos menores y algunos asesinatos.
El caso de los condenados por asesinato es particular. "La pena
depende de la decisión de los familiares de la víctima", explica
James Warnyang, otro funcionario al cargo de los menores. Los
familiares le piden al asesino una cantidad de dinero como
compensación. Es lo que aquí en árabe llaman dia y en inglés
blood money (dinero de sangre). La ley establece que los
familiares pueden pedir como máximo 30.000 libras (unos 8.250 euros)
y esta es la cantidad solicitada en casi todos los casos. "Aunque
depende de las tribus", interviene Fabian; "por ejemplo, los dinka
pueden pedir 30 vacas en lugar de 30.000 libras". Cuando se fija la
cantidad, el juez impone una nueva sentencia de cárcel, de hasta
cinco años si es un menor y de hasta 10 si es un adulto.
"Pero si los familiares de la víctima dicen que quieren al
asesino muerto, entonces ya está: son los familiares los que deciden
y no hay nada que hacer, aunque si el condenado es un menor,
entonces la ley dice que no puede ser ejecutado", concluye James. En
la prisión Central de Juba, además de Alphonse, hay nueve menores
que cumplen penas de cárcel por asesinato.
Hay varias alas: una para los presos comunes, otra para los
enfermos mentales, otra para los presos políticos, que es la que
curiosamente ocupan los menores. Una puerta en el muro da acceso al
ala para los presos políticos. Los menores esperan bajo un toldo
metálico, de pie y en filas. Llevan ropas sucias y rotas, están muy
delgados y aguardan con expectación. De repente empiezan a cantar
mientras dan palmas y se mueven rítmicamente.
Cuando la canción acaba, todos se sientan en el suelo en filas y
miran con ojos enormes, con intensidad, algunos con la boca abierta,
otros con sonrisas de emoción. La escena recuerda más a una escuela
que a una cárcel.
Muchos niños quieren hablar y sus historias podrían llenar un
libro de reportajes. Está Mangar Abuc Malnal, de 16 años, que parece
uno de los jefes del grupo. Los demás corean su nombre mientras
Mangar, lleno de energía y confianza, se levanta y cuenta con
naturalidad cómo asesinó a otro niño en una pelea, mientras Fabian y
varios de los menores ríen. Se entregó él mismo a la policía en
julio de 2009 y lleva desde entonces en la cárcel.
Pero su juicio no se celebró hasta diciembre de 2010, cuando fue
condenado a pagar 30.000 libras como dinero de sangre a la
familia de la víctima y a tres años de prisión, que empezaron a
contar en el momento de la condena. Mangar dice que cuando pueden
jugar al fútbol y cuando tienen clase, la vida en prisión no está
mal, aunque la comida no es buena. "Pero el balón se ha pinchado y
ahora no tenemos nada que hacer, así que nos pasamos el día sin
hacer nada y pensando".
El caso de Diu Ajak también es llamativo. Alto, muy delgado y con
un rostro infantil y triste, tiene 13 años, aunque aparenta 9 o 10.
"Tenía hambre, por eso entré en la casa, cogí 120 libras [32 euros]
y una cámara de fotos pequeña", cuenta Diu hablando en voz muy baja.
"El dueño del dinero me pilló y me pegó con un palo. Era un oficial
del Ejército. Me llevó a la comisaría y allí los policías me
pegaron, me dieron muchos latigazos". Entonces Diu calla, se alza la
camiseta y muestra la espalda. Está llena de cicatrices, pese a que
esto le ocurrió cinco meses atrás.
"Me metieron en un coche y me llevaron para que señalara a
alguien. Yo señalé a unos chicos porque los policías me habían
pegado. Los que señalé son amigos míos, pero no estaban conmigo
cuando fui y robé en la casa", continúa el chico.
Los cinco niños fueron arrestados y llevados a una comisaría. Dos
de ellos, Angok Mum y Chol Achek, ambos de 14 años, se levantan
indignados y cuentan su versión de la historia, que coincide con la
de Diu aunque ellos niegan que fueran amigos y aseguran que no lo
conocían. Angok y Chol dicen que los policías también les pegaron a
ellos en la comisaría para que confesaran haber robado, pero que
ellos nunca lo admitieron.
Más adelante, Fabian contará por teléfono que Diu y los cinco
menores arrestados junto a él han sido liberados tras haberse pasado
más de siete meses en la cárcel sin sin haberse celebrado juicio
alguno. Y en el caso de los cinco señalados por Diu, sin pruebas en
su contra.
Mientras hablan Diu, Angok y Chol, un funcionario ha traído a
Alphonse, que se ha dejado caer en una silla de plástico. Alto,
delgado, cabizbajo, de rostro amplio y grandes ojos, no deja de
tocarse los pies y los grilletes que le atenazan los tobillos. Los
demás niños lo miran con respeto y desde la distancia. Alphonse
simplemente los ignora. Uno de los funcionarios dice a los chicos
que se pueden ir y la mayoría se levantan y se van. Alphonse se
sienta en el suelo y, con la vista baja, hace dibujos en la arena.
Unos pocos niños se quedan y se sientan o se tumban cerca de él, le
miran serios y en silencio.
Empieza a hablar y dice que su nombre completo es Alphonse Kenyi
Makwach y que nació el 19 de enero de 1996. Apenas alza la mirada y
habla monótona y lentamente, como si estuviera cansado o aburrido de
repetir las mismas palabras, mientras sigue trazando formas y letras
con la arenilla del suelo. "Me arrestaron en octubre de 2009. Mi
madre trabaja para el Servicio de Protección de la Vida Salvaje y su
uniforme [similar al de los soldados] estaba en casa".
"Me humillaron, me pegaron muchas veces, querían que admitiera
haber hecho cosas que yo no había hecho. Me metieron en una celda
con más gente que estaba acusada de matar y de destrozar el pueblo y
a mí me acusaron de lo mismo. Me pegaban con ese bastón que tiene la
policía. Si les miraba, me pegaban. Me llevaron al tribunal. El juez
preguntó: '¿Qué ha hecho esta persona?'. El fiscal dijo: 'Estas
personas han matado'. Y nos trajeron aquí a la cárcel. El fiscal
volvió a la comisaría y escribió que todos habíamos confesado y por
eso nos condenaron a muerte. Pero ante el juez yo nunca dije que
hubiera matado".
Sigue su discurso lentamente, pero sin pausa; los demás niños
escuchan en silencio y siguen la escena con intensidad. "En la
comisaría, los policías usaron cuchillas de afeitar y agujas, me
decían que confesara, pero yo nunca admití nada. Me metían la aguja
entre la carne y la uña, haciéndome mucho daño, y luego rompían la
uña con la cuchilla". Entonces Alphonse deja de hablar. Alza la
vista y enseña los dedos y las señales en sus uñas, como pequeñas
cicatrices por donde la uña se habría roto.
"No conocía a las otras personas que había en la celda. Todos
eran mayores que yo. No me hablaron ni me dijeron nada. La policía
también les torturó a ellos, a todos nos hicieron lo mismo", agrega
el joven. En total eran ocho personas: Alphonse y tres hombres
fueron sentenciados a muerte, otro fue condenado a 14 años de
cárcel, y dos mujeres y una menor fueron también castigadas a 14
años.
Alphonse calla y sigue haciendo dibujitos en el suelo. El
ambiente se relaja un poco, todos parecen volver a respirar, los
niños empiezan a hablar y a moverse. Algunos se acercan a Alphonse,
le hablan con cariño, intentan animarlo, hacen bromas, a veces
consiguen arrancarle una leve sonrisa.
James Warnyang, otro funcionario ocupado de los menores, musita
en voz baja: "Él ya no cree que le vayan a liberar, cree que va a
ser ejecutado". Y entonces le cuenta lo que Fabian y él están
haciendo para demostrar que es un niño, que fue condenado con 14
años, y le aseguran que no va a ser ahorcado. Pero Alphonse no
reacciona, no alza los ojos para mirar a James y simplemente sigue
jugando con la arenilla y haciendo dibujitos y montañitas con ella.
Tras conseguir el documento de la comisión médica que certifica
que Alphonse tiene 15 años, el funcionario Fabian elaboró un informe
completo sobre el caso, que primero tuvo que ser aprobado por el
director de la prisión, después por un tribunal en primera instancia
y ahora está pendiente de resolución en el Tribunal Supremo.
Si se acepta que Alphonse fue condenado a muerte cuando tenía 14
años, entonces la sentencia sería invalidada y el tribunal tendría
que fijarle una pena de cárcel que, por tratarse de un menor de
edad, podría ser de hasta cinco años, además del pago del dinero
de sangre a las familias de las víctimas. "E inmediatamente tras
la resolución lo sacaríamos del corredor de la muerte y lo
traeríamos aquí con los otros niños", recalca Fabian.
Alphonse lleva puesta una camiseta del Liverpool, pero no
responde sobre si le gustan el fútbol y el Liverpool. Los demás
niños le insisten, le hablan de fútbol, hacen pequeñas bromas,
intentan hacerle reír y entonces sí reacciona y habla un poco con
los otros muchachos; la atmósfera parece un poco más ligera durante
algunos instantes.
Pasa las noches en el ala de los condenados a muerte, pero los
demás menores duermen en una estancia junto a este pequeño patio
cubierto por un tejadillo de metal. Se trata de una sola habitación
de unos cuatro metros de ancho por unos 15 de largo. Junto a las
paredes se aprietan unos 15 colchones de espuma. Son muy finos y
están raídos y cubiertos por sábanas viejas y sucias. En cada uno de
ellos duermen tres niños. Algunas redes mosquiteras penden del techo
sobre los colchones, aunque no hay suficientes y están llenas de
agujeros.
La visita a la prisión Central de Juba llega a su fin. Alphonse
sigue sentado en el suelo, de nuevo con la mirada baja y triste. Los
demás niños se levantan, empiezan a andar, se empujan unos a otros y
se pelean en broma, ríen y empiezan a jugar. De vuelta a la oficina,
y tras interrogarlo acerca de la tortura, Fabian cuenta: "En los
cuarteles de policía te pegan, utilizan fuego u otros objetos para
que digas la verdad. De hecho, los arrestados quieren que los
traigan a la cárcel lo antes posible porque saben que aquí no
torturamos a nadie".
Fuera, el sol sigue inundando el patio de tierra entre el zumbido
de las moscas y las conversaciones de los guardias. Los policías
pasean lentamente o se dejan caer junto a sus rifles en los sillones
quemados por el calor. -