EL FUTURO DE LA ARQUITECTURA
Alguien dijo una vez de mí que, si me hacían una
pregunta, yo respondía con un dibujo, de modo que aquí propongo el
bosquejo de un hada madrina con su bola de cristal para ver el
futuro y una varita mágica para hacer aparecer lo imposible. Antes
de empezar a usar sus poderes sobrenaturales, hay dos pasos
importantes que podemos dar por nuestra cuenta. En primer lugar,
comencemos con las realidades obvias.
Vivimos en un planeta que tiene cada vez menos cosas que ofrecer
en una época en la que cada vez más personas, muchas todavía por
nacer, van a querer cada vez más cosas. La capacidad de la tierra
para proporcionar suficientes alimentos, agua y combustible (sobre
todo los combustibles fósiles) está disminuyendo. Al mismo tiempo,
la población de las economías emergentes, en especial China e India,
está disparándose.
Ya existe una inmensa brecha entre la calidad de vida de las
sociedades que se industrializaron en el siglo XIX y las que están
haciéndolo ahora. Esta diferencia entre "los que tienen" y "los que
no tienen" sólo puede eliminarse mediante un aumento masivo de la
producción y el consumo de energía, sobre todo en esas economías
emergentes. En el mundo interconectado en el que vivimos todos hoy,
los problemas derivados de estas contradicciones también se
comparten. Lo que ocurre "allí" nos afecta directamente "aquí".
Por si el panorama que describo de desajuste entre "los fines y
los medios" y "los ricos y los pobres" no fuera suficiente problema,
tengamos en cuenta que estas contradicciones se producen en un
periodo de cambio climático. Dicho cambio se ha atribuido a los
efectos secundarios, contaminantes, de la industrialización actual y
pasada de las sociedades más ricas. Las amenazas ambientales
derivadas de esa realidad están siendo ya visibles y permiten prever
varias perspectivas deprimentes para el futuro.
Para apoyar lo dicho más arriba sobre la energía, existen sólidas
pruebas estadísticas que muestran las ventajas sociales de aumentar
el consumo energético. Por ejemplo, los países que consumen mucho,
como Estados Unidos, los países europeos y Japón, tienen mayor
esperanza de vida, menor mortalidad infantil, una educación más
extendida y más libertad política que los que consumen menos
energía, como China, India o Afganistán. El aumento del consumo
energético se traduce asimismo en la reducción de los índices de
natalidad, un factor importante de estabilización en un planeta con
recursos limitados. Podría incluso decirse que existe una obligación
moral de lograr que haya un aumento drástico del consumo energético
en los países en pleno desarrollo.
En épocas anteriores, el cambio era lento, en términos relativos.
La migración de los pobres de las zonas rurales hacia las ciudades
en las que estaban los ricos urbanos fue una cuestión de siglos. En
la actualidad, ese mismo proceso de urbanización -otro barómetro de
la utilización de energía- puede medirse en decenios. La velocidad
del cambio se ha multiplicado por diez, y ha añadido otra dimensión,
que es la desesperada sensación de urgencia.
En una ocasión dije que la sostenibilidad no era cuestión de
modas sino de supervivencia. En el contexto de esta gran
perspectiva, hay muchas preguntas relacionadas que reclaman nuestra
atención. Por ejemplo, ¿está usted convencido, después de ver las
pruebas, de que hay un cambio climático, o es usted escéptico?
¿Alcanzarán las reservas de petróleo su nivel máximo pronto, o
tardarán aún un tiempo? ¿La fuente futura de energía será el gas
natural, la energía nuclear, la geotérmica, el viento, las mareas o
las células solares? ¿Será alguna de éstas, o tal vez todas, o
alguna otra que todavía no está inventada?
Pese a lo críticos que son estos y otros aspectos, hay un titular
que destaca por encima de la letra pequeña. Es un mantra que se
repetirá de distintas formas: la absoluta necesidad de que, como
sociedad mundial, seamos capaces de conseguir más con menos. Eso
significa que nuestros edificios no sólo deben consumir menos
energía sino que deben producir cero carbono y cero residuos. Mejor
todavía, deberían recoger más energía de la que necesitan para
devolverla a la red eléctrica de forma que pueda beneficiar a todos.
Sabemos que, con la suficiente masa crítica, los edificios nuevos
pueden cumplir estos ideales de rendimiento. Entonces, si nuestra
hada madrina agitara su varita mágica y transformase todos nuestros
hogares y nuestras oficinas en esos modelos de sostenibilidad, ¿se
acabarían nuestros problemas? Por desgracia, no. La razón es que, en
una sociedad industrializada, los edificios consumen más o menos el
45%, de la energía, pero esa cifra sube al 75% cuando se añaden los
movimientos de personas y bienes entre unos destinos y otros. La
respuesta para un futuro sostenible, por consiguiente, está en la
fusión entre arquitectura e infraestructuras, entendiendo por esto
último una combinación de carreteras, espacios cívicos, transporte
público y estructuras varias que constituyen el entramado urbano y
unen unos edificios con otros. En su variante más densamente
poblada, esta mezcla se llama ciudad; en su versión más extendida,
se define probablemente como megarregión.
En la relativa estabilidad de nuestra sociedad occidental,
tendemos a ver nuestras ciudades como algo relativamente estático,
cuando, en realidad, sufrimos las consecuencias de la sigilosa
expansión de las zonas urbanas hacia las afueras. Por el contrario,
en las economías emergentes, están creándose ciudades enteras a un
ritmo frenético, y sus ciudades actuales están creciendo de forma
explosiva y convirtiéndose en megaciudades de una dimensión
totalmente nueva.
El reto actual es que haya más urbanización y la energía
utilizada sea mucha menos y más limpia. Ésa es la única forma de
igualar los niveles de vida en todo el mundo y, al mismo tiempo,
mantener la calidad de vida que disfrutamos los más privilegiados,
que constituimos, según ciertos cálculos, sólo la mitad de la
humanidad. Recordemos que casi el 40% de la población mundial no
posee servicios sanitarios, el 25% carece de electricidad, el 17%,
de agua potable, y un tercio vive en barrios de chabolas.
Para simplificar, propongo tres posibles situaciones que es
preciso abordar, enmarcadas en forma de preguntas. La primera está
relacionada con el diseño de esas ciudades nuevas que están
creándose desde cero. ¿Qué forma deben adoptar, si tenemos en cuenta
las cosas que han superado, o no, el examen de la historia? La
segunda perspectiva afecta a nuestras ciudades actuales. ¿Cómo se
adaptan a los nuevos desafíos ambientales? ¿Cómo las modernizamos
para adaptarlas a los cambios y las nuevas necesidades ya visibles?
La tercera pregunta se refiere a las zonas residenciales de las
afueras, las interminables redes de carreteras y la extensión sin
fin de los barrios poco poblados a los que sirven. ¿Qué futuro
tienen? Aunque restrinjamos su proliferación, sigue existiendo la
realidad de su presencia actual. ¿O también ellas están
transformándose empujadas por las fuerzas del cambio?
Al principio de este texto mencionaba "dos pasos importantes" y
decía que el primero era comenzar por las realidades evidentes. El
segundo paso nos devuelve a la bola de cristal y su mirada al
futuro. Muchas voces han asegurado que, si queremos mirar hacia
adelante en el tiempo, antes debemos mirar atrás. Se supone que
veremos las pautas y tendencias pasadas y eso nos permitirá
comprender mejor las situaciones y tener más probabilidades de éxito
en nuestros planes para el futuro.
La historia del automóvil y las redes de carreteras desarrolladas
para su circulación es nueva; poco más de un siglo, que no es nada.
Podría decirse que no es más que una faceta en la evolución de la
movilidad creciente de nuestra sociedad, una tendencia que
previeron, muy por delante de su tiempo, escultores, pintores y
escritores de épocas pasadas. Su forma material consistió en el
nacimiento y la proliferación sucesiva de barcos cada vez más
veloces, los ferrocarriles y los aviones subsónicos.
Si observamos la tierra de día desde uno de esos aviones,
podremos dividir los asentamientos urbanos que vemos entre dos
tipos. El primero es el de las ciudades densamente pobladas, que se
alzan desde el suelo, y el segundo, un dibujo de barrios de casas
bajas, aparentemente infinitos, que se extienden a partir de ellas.
Si tuviéramos una guía y pudiéramos identificar esas ciudades por su
nombre, seguramente encontraríamos que son históricas, compactas y
procedentes de una era en la que los espacios cívicos estaban
diseñador para el peatón o los vehículos tirados por caballos. En
comparación, los barrios de las afueras son prácticamente nuevos,
creados por y para el automóvil. Las Autobahns se
construyeron en nombre del progreso militar en Alemania en los años
treinta, y, veinte años después, en el apogeo de la guerra fría, un
acto legislativo paralelo puso en marcha un programa similar en
Estados Unidos.
Cuando se pone el sol y se hace de noche, podemos ver los
asentamientos que están allá abajo definidos por dos tipos de luces
artificiales. Una luz, la que procede de los edificios, es estática,
mientras que la otra, de los vehículos, está en movimiento perpetuo,
aunque de forma entrecortada en los centros de las ciudades
congestionadas, que hacen hueco como pueden a los automóviles que
han sustituido a los coches de caballos. Más allá del centro, las
caravanas de luces recorren grandes distancias, hasta el siguiente
centro urbano. La expansión urbana que une un centro con otro es la
megarregión, fundamentalmente residencial pero, muy de vez en
cuando, salpicada de centros académicos e industrias del
conocimiento. En ocasiones, la cinta de luces se detiene de pronto,
como consecuencia de una horrible colisión en la carretera; el
equivalente a una obstrucción en una arteria vital del cuerpo
humano.
Imaginemos que nuestro avión sale de Detroit, cerca de esas
carreteras que, como anillos concéntricos, van extendiéndose desde
el centro de la ciudad hacia los barrios infinitos de casas bajas.
Detroit fue en un tiempo el centro industrial y próspero del Medio
Oeste, la cuna del automóvil en Estados Unidos. En los últimos 50
años, la ciudad ha pasado de su cénit productivo a un declive
terminal, perjudicada por el cambio de la demanda en el consumo, que
a su vez se debe a la pérdida de liderazgo en el diseño. O, para
decirlo de otra forma: la incapacidad para adelantarse y adaptarse
al cambio. Al salir de Detroit nos damos cuenta de que hasta tal
punto es la esencia de la ciudad extendida y basada en el coche que
su apodo es, apropiadamente, "Motown".
Ese mismo día, gracias a una diferencia horaria de seis horas,
llegamos a Copenhague, una típica versión de la ciudad compacta
europea que fue la inspiración para las primeras ciudades de Estados
Unidos, como Boston, y otras variaciones de la cuadrícula como San
Francisco. En el espectro de densidad de población, Copenhague ocupa
un lugar intermedio, con casas bajas y un desarrollo que favorece al
peatón, buen transporte público y el uso generalizado de la
bicicleta. Como sus equivalentes en otros países, Copenhague obtiene
puntuaciones muy altas entre las ciudades con una calidad de vida
más deseable.
Al margen de las comparaciones ambientales (el corazón de Detroit
está tan trágicamente degradado que la naturaleza se ha apoderado
del 30% de los barrios del centro), lo más significativo es la
comparación en el uso de la energía. Copenhague tiene el doble de
densidad que Detroit pero utiliza la décima parte de gasolina.
Históricamente, las ciudades estadounidenses eran más fieles al
espíritu del modelo europeo y no dependían tanto del coche. En los
años veinte había 1.200 sistemas de tranvías callejeros -un tranvía
por cada 2.500 personas- y el 80% utilizaba ese transporte público
limpio. Fue una subsidiaria de General Motors, la compañía nacida en
Detroit, la que, 30 años después, compró y destruyó más de 100 de
esos sistemas en 45 ciudades. Ese hecho coincidió con la iniciativa
del Gobierno para construir la inmensa red de autopistas
interestatales a la que me refería más arriba. Otro dato interesante
es que, al acabar el siglo XIX, había en las carreteras de Estados
Unidos más coches de los eléctricos que de los de gasolina y tubos
de escape contaminantes.
En el gran orden de cosas, las ciudades compactas y densamente
pobladas son mucho más sostenibles que cualquier metrópoli
desparramada, y los datos estadísticos lo demuestran de manera
espectacular, si pensamos, por ejemplo, en el bajísimo consumo de
energía de Hong Kong y Mónaco. Manhattan es un ejemplo
estadounidense de diseño sostenible, con su pulmón verde en Central
Park, barrios adaptados a los peatones, un escaso número de
vehículos particulares y un excelente sistema de transporte público.
No es casualidad que esta ciudad, con su concentración y su
diversidad de usos y oportunidades, esté experimentando un periodo
de prosperidad económica, mientras que las comunidades
monoculturales suburbanas sufren dificultades económicas y pérdidas
de empleo y de viviendas.
En consecuencia, si miramos por el espejo retrovisor, ¿qué hemos
aprendido que podamos aplicar al diseño de las ciudades nuevas para
el futuro en la primera posible situación que planteaba antes? Como
los mejores ejemplos históricos, esas ciudades deberían ofrecer una
rica mezcla de espacios para vivir, trabajar y disfrutar del ocio,
con una combinación de intimidad y sentimiento de comunidad. Se
daría gran importancia a los espacios peatonales de calidad, con los
mejores parques y las mejores plazas y avenidas urbanas. Como los
espacios exteriores se utilizarían de día y de noche, la ciudad
ideal no sólo debería ser un lugar deseable sino también seguro. Los
niños podrían ir al colegio a pie o en medios de transporte públicos
limpios y seguros.
Ahora bien, habría diferencias importantes entre estas nuevas
ciudades y los mejores ejemplos del pasado. Las nuevas ciudades
tendrían espacios debajo de las calles peatonales por los que
transcurriría el tráfico, con el consiguiente desvío de las
congestiones y la contaminación. Esos espacios incluirían además una
nueva forma de organizar las alcantarillas, las conducciones y los
cables tradicionales que hoy discurren enterrados bajo nuestras
ciudades. En el esfuerzo para producir cero carbono y cero residuos,
todos los residuos que produjéramos se tratarían para generar
energía. Del mismo modo, el agua, una materia cada vez más valiosa,
se reciclaría para regar parques y cosechas. Por supuesto, sería
posible recoger agua de lluvia como parte de una estrategia integral
hacia la sostenibilidad. Las leyes armonizarían todos los edificios
para que cada uno hiciera su propia aportación energética a la
comunidad.
Se extraerían lecciones valiosas de los edificios y espacios
exteriores concebidos antes de que hubiera una energía barata capaz
de transformar artificialmente el entorno independientemente de su
diseño. Podría decirse que la generación actual de edificios,
relativamente reciente y concebida cuando la eficacia energética no
era un problema fundamental, son los equivalentes arquitectónicos a
los automóviles devoradores de gasolina que acabaron arruinando
Detroit. Y este aprovechamiento de las tradiciones pasadas va unido
además a la importancia de aplicar las tecnologías más avanzadas
para la obtención de energía. Al diseñar contando con la naturaleza
y las fuerzas naturales, sería posible alcanzar niveles de comodidad
superiores con un consumo energético menor. Otro ejemplo más del
mantra de conseguir más con menos.
Sólo nuestra hada madrina podría predecir qué maravillas
científicas aún no inventadas nos propulsarán hacia el futuro.
Seguramente, la iniciativa saldrá de China, que, según muchos, se
encamina, inexorable, a convertirse en una sociedad de la
innovación. Mientras tanto, por ahora, las células fotovoltaicas van
por delante de todas las demás opciones a la hora de obtener más por
menos. Veamos una comparación basada en el uso de un metro de
superficie y la energía que puede generar al cabo de un año. Si ese
terreno agrícola o bosque se utiliza para cultivar biomasa,
producirá el equivalente a 2 kilovatios por hora durante un año. Las
turbinas eólicas pueden estropear el paisaje y la costa o dominar el
perfil de la ciudad para producir un mínimo de 5 kilovatios en la
ciudad y un máximo, en el mar, de 30 kilovatios por hora. En cambio,
las células solares, incluso en su actual estado de desarrollo
incipiente, producen hasta 172 kilovatios por hora.
No es extraño, pues, que el ganador de un premio suizo para
fomentar el uso de la energía solar fuera un proyecto que utilizaba
una combinación de células solares y aislamiento. Esta vivienda, muy
modesta, conseguía cubrir sus necesidades energéticas y tener además
un excedente del 82%. En nuestro proyecto de Masdar, que estamos
llevando a cabo con estudiantes en el desierto de Abu Dhabi, sabemos
que el excedente energético del 60% es posible sólo gracias a la
instalación solar de 10 megavatios situada junto al complejo.
La iniciativa de Masdar combina una serie de audaces experimentos
para trazar una vida más allá de los límites de las fuentes de
energía conocidas. Intenta anticiparse a un futuro que algunos, con
cierta aprensión, hemos tratado de predecir.
En mi primera posibilidad de modelo de ciudad futura ideal, hablo
de limitar el vehículo a una zona subterránea. ¿Pero y si el coche
se convirtiera en un vehículo blando y en armonía con los peatones?
Imaginemos que pudiera moverse entre nosotros y transportarnos de
manera compatible por los espacios peatonales, que diera vida a esos
espacios pero no fuera una amenaza contra quienes los disfrutasen.
Empezamos a aproximarnos a la respuesta a mi segunda pregunta:
¿cómo adaptamos nuestras ciudades actuales para que sean más
deseables y consuman menos energía? Desde luego, aprovechando lo que
ya tienen de bueno. Por ejemplo, nuestro plan para la londinense
Trafalgar Square, en el que se trataba de trasladar la prioridad del
coche al peatón, sólo fue posible gracias a un estudio de los
movimientos de tráfico de ámbito metropolitano. Londres, como otras
ciudades, está restringiendo el uso de los coches convencionales y
fomentando versiones más limpias, en una evolución paralela a los
cambios en la industria del automóvil.
La última pregunta que aún queda es la referida a mi tercera
posibilidad: ¿qué hacemos con los barrios de las afueras? Es
evidente que constituyen el modelo insostenible de una forma de vida
consistente en continuos trayectos de coche y el correspondiente
consumo de gasolina. Algunos siguen diciendo que son la clave de un
futuro en expansión y a veces mencionan el área de la bahía de San
Francisco, con su concentración de empresas como Apple, Google,
Hewlett Packard y otras, que brotaron del catalizador presente en la
zona: la Universidad de Stanford. La prosperidad de esta megarregión
contrasta con la pobreza del área metropolitana de Detroit: un
sector está viviendo su ocaso mientras que otro anuncia el amanecer
de unas posibilidades futuras desconocidas.
Recuerdo haber dicho una vez que, si uno quería ver el futuro,
debía fijarse en China (ahora habría dicho también India). Con su
frenético ritmo de urbanización, ¿adoptará el modelo sostenible que
he defendido? ¿O seguirá un modelo ya obsoleto de megalópolis
dependiente del coche, un lugar en el que, en términos humanistas,
"no existe un ahí"?
Para no quedarnos sólo con lo positivo, imaginemos que Oriente,
en pleno progreso, no aprende algunas de las lecciones de Occidente.
Recuerdo como eran Shanghái y Pekín, dominadas por la bicicleta, e
intento conciliar esa imagen con la predicción más negativa. China,
hoy el mayor mercado de coches nuevos, tiene el honor de haber
sufrido el mayor atasco de tráfico de todos los tiempos. Se calcula
que 10.000 camiones estuvieron prácticamente detenidos durante 11
días en una distancia de 90 kilómetros. ¿Es un presagio de lo que
nos espera?
Creo que la realidad será otra. China es el país del mundo que
más invierte en ferrocarril de alta velocidad, un auténtico
renacimiento del tren. Espero que aprenda de Occidente, de sus
fracasos tanto como de sus éxitos. Esto nos deja una última
pregunta, sobre el destino de los barrios de las afueras y su
dependencia total del coche. Con la tecnología existente ya hoy, que
permite saber a cada conductor cómo ir de un sitio a otro con una
pequeña pantalla, no queda mucho para que los movimientos de los
vehículos se regulen como se regula el tráfico aéreo. Antiguamente,
los aviones eran libres de moverse por el cielo a voluntad. Por
razones de seguridad y gracias a los avances de la tecnología,
surgieron leyes que controlan la circulación de los aparatos y las
distancias de separación adecuadas, y todos los pilotos supeditan
sus decisiones a las de una autoridad superior.
Es un paso relativamente pequeño que los coches adopten ese mismo
modelo y sus conductores se subordinen a un régimen que controle más
las velocidades y las trayectorias. En esa situación, la red de
carreteras actual podría duplicarse o triplicarse y los accidentes
prácticamente desaparecerían. Los conductores, liberados de tener
que controlar la navegación, la velocidad y la separación de otros
vehículos, podrían disfrutar de un trayecto sin tensiones. En una
ocasión dije que los historiadores futuros quizá estudien nuestra
época y se pregunten cómo tolerábamos nuestro tráfico actual, del
mismo modo que nos preguntamos cómo toleraban las ciudades antiguas
tener unas calles que eran alcantarillas al aire libre.
Si lo que digo parece inverosímil, recuerden que Google ha hecho
grandes inversiones en tecnología de coches robot. En las pruebas
realizadas, siete coches circularon 1.500 kilómetros y se movieron
por ciudades sin intervención de seres humanos. En esas mismas
pruebas, los coches recorrieron en total más de 200.000 kilómetros
con una intervención humana ocasional. En la iniciativa de Masdar
que he mencionado, existe ya una pequeña flota de coches no
pilotados que se mueven por debajo de los peatones. Será interesante
ver si estas nuevas tecnologías desembocan en una reinvención de las
zonas suburbanas que vaya paralela al ascenso de la ciudad.
En todos estos debates, ¿qué futuro tiene el arquitecto? Aislado,
el arquitecto no tiene más poder que el de tratar de convencer. Si
embargo, a diferencia de otras profesiones especializadas, el
arquitecto puede tener una visión más integral y puede desempeñar un
papel más crucial dentro de los equipos multidisciplinares que se
necesitarán para abordar estos temas en el futuro. ¿Será posible que
esos equipos salten a primer plano y evolucionen a través de una
colaboración entre el sector privado y los políticos en forma de
unas consultorías de nuevo tipo que no existen en la actualidad? ¿Es
posible que esas consultorías se desarrollen a partir del mundo de
la arquitectura, o saldrán de la ingeniería? Yo tengo mi propia
opinión al respecto, pero eso será tema de otro artículo. En
cualquier caso, es un desafío apasionante. Fuente
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