Odio teológico
contra Saramago
José Saramago ha dejado la
isla de Lanzarote. Sus restos mortales han ido a Portugal, donde
serán incinerados después de la capilla ardiente. Una parte de sus
cenizas regresará a la isla para ser sepultada al pie de un olivo".
Las agencias de noticias que transmitían estas informaciones añadían
otra más: el gran escritor desaparecido era objeto de un
reconocimiento extraordinario, el ataque furioso del diario de la
Santa Sede, L'Osservatore Romano, tan dominado por la pulsión del
anatema que daba salida a una prosa desquiciada y torcida. Pero ya
se sabe que la caridad cristiana, en manos de la Iglesia jerárquica,
puede hacer milagros.Es evidente que las inolvidables
novelas del Nobel portugués tienen la capacidad de absorber al
lector "en cuerpo y alma", despiertan su espíritu crítico y, al
mismo tiempo, las emociones y la fantasía, incluso ante temas sobre
los que la Iglesia jerárquica pretende ejercer un monopolio
vigilante, si el órgano oficial del presunto Vicario de Cristo en la
Tierra ha sentido la necesidad irrefrenable de vomitar a tambor
batiente un vade retro! de injurias incoherentes, con el
cuerpo aún caliente, en vez del requiescat in pacem canónico.
Comienza con que "aunque haya
fallecido a la respetable edad de 87 años, no podrá decirse de José
Saramago que el destino le mantuvo con vida a toda costa", una
expresión que tal vez pretende ser una utilización irónica de una
frase de su novela Todos los nombres pero que, por el
contrario, no despide más que odio y vulgaridad.
A continuación inicia el rosario de
acusaciones contra sus novelas, su contenido, su estilo, todo: "La
Historia con mayúscula en filigrana con la del pueblo" (solo
faltaría, en alguien que era novelista y no historiador), "una
estructura autoritaria totalmente sometida al autor, más que a la
voz narradora" (a la "pluma" del Papa se le escapa que,
independientemente de que el relato lo conduzca la voz narradora o
el autor, "Madame Bovary c'est moi", como explicaba Flaubert
y como sucede con cualquier escritor), "una técnica de diálogo
completamente deudora de la oralidad" (no se sabe cuál es el
problema, porque la fusión entre narración y oralidad es uno de los
elementos estilísticos que hacen que las obras de Saramago sean
memorables), "un intento imaginativo que no se molesta en encubrir
con la fantasía la impronta ideológica de eterno marxista"; ya está,
aquí estamos, eso es lo que saca de quicio al periódico del Papa. Y
sobre todo, "un tono de inevitable apocalipsis con un presagio
perturbador que pretende celebrar el fracaso de un Creador y su
creación".
En resumen, la grandeza literaria es
lo de menos. L'Osservatore Romano resulta patético cuando
trata de reevaluar bajo el perfil de la creatividad una obra que
hizo de José Saramago el mayor escritor vivo y lo único que consigue
es delinear un proceso exactamente al estilo del Santo Oficio.
Primera imputación: "respecto a la religión, dado que siempre tuvo
la mente enganchada en una banalización desestabilizadora de lo
sagrado (...), Saramago no dejó nunca de apoyar un descorazonador
simplismo teológico". En italiano, lo primero que evoca siempre la
palabra uncinata (enganchada) es la croce uncinata, la
cruz gamada, una asonancia hitleriana, un lapsus con el que se
perjudican a sí mismos, porque es un adjetivo que más valdría haber
evitado en el periódico de un Papa que en su juventud lució la
enseña de las Hitlerjugend. Pero cuando se es esclavo furioso
del odio teológico ya no se controla lo que se dice.
Por otra parte, dado que la otra
imagen que evoca uncinato es la de los ganchos en los que
cuelgan los cuartos de la res los carniceros, las palabras "una
mente uncinata da una banalizzazione", "una mente enganchada en
una banalización", o las ha escrito un genio de la ficción barata, o
las han firmado con tinta azul en cualquier gimnasio. Y ahora viene
la pregunta: ¿el autor de la necrológica cristiana quiere decir que
el cerebro de Saramago estaba desestabilizado por la banalización de
lo sagrado (es decir, que estaba loco o era un gilipollas), o que
dicha banalización, unida a su materialismo libertario,
desestabilizaba la fe de los lectores? Porque, si se trata de este
último caso, eso sería un elogio.
¿Y en qué consistiría el
"descorazonador simplismo teológico" de que le acusa Claudio Toscani?
En haber sostenido (la síntesis es de Carneade) que, "si Dios está
en el origen de todo, Él es la causa de todo efecto y el efecto de
toda causa" y, por consiguiente, por haberse enojado con "un Dios en
el que nunca había creído, por Su omnipotencia, Su omnisciencia, Su
omnividencia". Es decir, por haber ilustrado con un talento
narrativo espectacular las antinomias de la teodicea, que los
doctores de la Iglesia no han sabido nunca resolver pese a siglos de
sutilezas teológicas y de agarrarse a clavos ardiendo. Además,
Toscani, en su papel de filósofo improvisado, olvida que la
característica de Dios que es incompatible con la omnipotencia no es
la omnisciencia, sino la bondad y la justicia infinitas, vistos los
horrores de los que está llena "Su" creación.
Pero la obra que hizo que las
jerarquías de la Iglesia vertieran auténtica bilis, una bilis que
aún perdura 20 años después, fue, por supuesto, El Evangelio
según Jesucristo, "un desafío a las memorias del cristianismo
del que no se sabe qué salvar". No lo sabe el amanuense del Papa,
porque sí lo saben muy bien los millones de lectores apasionados y
los historiadores del cristianismo primitivo, que dan por sentado
que el profeta judío itinerante de Galilea llamado Jesús no se
consideró jamás el Mesías (para una minoría, como mucho, "Cristo no
sabe nada de Sí hasta cuando está a un paso de la cruz",
precisamente lo que Toscani reprocha a Saramago), y que, en efecto,
"María fue para él una madre ocasional", hasta el punto de que no
sabemos nada de ella aparte de que opinaba que su hijo estaba "fuera
de sí" (Marcos, 3:21). Cuando el paladín del Evangelio según
Ratzinger concluye, con la lanza en ristre pero la prosa un poco
retorcida, que "la esterilidad lógica, antes que teológica, de esos
asuntos narrativos, no produce la deconstrucción ontológica buscada,
sino que se enrosca en una parcialidad dialéctica tan evidente que
es preciso negarle toda credibilidad", solo se puede decir:
"de te fabula narratur".
Por otra parte, el odio teológico
impide el respeto a la lógica e incluso a los hechos: como golpe
final, L'Osservatore Romano reprocha al gran escritor que "un
populista extremista como él, que se había hecho cargo del porqué de
los males del mundo, debería haber vinculado el problema a las
estructuras humanas pervertidas, desde las histórico-políticas hasta
las histórico-económicas", exactamente lo que hizo Saramago, con su
empeño inagotable "en nombre de los últimos", de los pobres, los
marginados, que debería recordar algo a quien pretende predicar el
Evangelio todos los domingos. El escritor llamaba a todo esto
"comunismo", pero, como ha recordado Luis Sepúlveda, para Saramago,
"ser comunista en el confuso siglo XXI" era sencillamente "una
cuestión de ética frente a la historia", no era ideología sino
entender "la solidaridad como algo unido al hecho de vivir. Nadie se
había sacrificado tanto por tantas causas justas y en tan poco
tiempo".
Paolo Flores d'Arcais
es filósofo y editor de la revista Micromega. Traducción
de María Luisa Rodríguez Tapia.

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